EL LITORAL, 16 de mayo de 1967

ADIOS AZORIN

En aquellos tiempos yo solfa pasarme, como Alonso Quijano d Bueno, las noches declaro en claro y los días de turbio en turbio en mi cuarto de estudiante rodeado de anaqueles donde se alineaban algunos libros en una extraña y desconcertante compañía: el Poema del Cid, Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de Hita, Cervantes, Garcilaso, Santa Teresa, Quevedo; con Montaigne, Erasmo, Volney, Renán... Me sentaba frente a un desordenado escritorio cubierto de libros y papeles y así pasaban las horas "sin darme cata de ello". En la soledad del barrio viejo, en la noche alta, llegaban lejanos ladridos entre croar de ranas y la música arrabalera de un acordeón que se dormía en un tango de la guardia vieja o en aquellos valses criollos como "El aeroplano" o "Desde el alma", o una milonga compadre como la "Milonga del 900", desde los bailes de Alto Verde que acababan en broncas con pitadas de auxilio y griterío de mujeres.

Durante mucho tiempo, cuando la calle quedaba en silencio, en un silencio mayor que de ordinario, un grillo asomaba sus antenas inquietas debajo del revoltillo de papeles avanzaba luego con mucha cautela, se detenía un momento sobre mi mano, trepaba a lo largo de mi brazo y en llegando a mi hombro, entonaba su canción. Llegamos a estrechar tanto nuestra amistad, que no sólo admitía tranquilo la caricia de mi mano sino que hasta parecía esperar esta muestra de cariño para echarse a volar después alrededor de mi cuarto antes de meterse de nuevo debajo de los libros y papeles de mi mesa hasta la noche siguiente.

En aquellos tiempos tenia siempre a mi alcance "La ruta de Don Quijote", "Los pueblos" o "Al margen de los clásicos" de Azorín, y muchas veces el grillo se asentaba a cantar sobre alguno de ellos que había quedado abierto, mientras mi imaginación volaba hacia tierras de España. Ninguno de los escritores de la generación del 98 supo despertar en sus lectores ultramarinos, un amor tan vivo por los hombres y las cosas de esta tierra, como Azorín. Nadie como él supo, penetrar tan hondo en el alma y el paisaje castellanos. Nadie como él supo comunicar una emoción más pura, más intensa, con tan pocas, tan justas, tan precisas palabras. No hay en su prosa una nota retorcida de exuberancia, de opulencia barroca; ni tampoco hay nada más expresivo, más gráfico, más ceñido. Los tipos y paisajes descriptos por él tienen el trazo firme, seguro y limpio de un antiguo grabado en madera; de las estampas del Beato de Liébana. Su prosa tiene todo el candor y la frescura de un primitivo, lejos del relumbrón, de lo declamatorio, del palabrerío insustancial y hueco, sin los escarceos retóricos de quien quiere siempre y a todo trance aparecer poeta, porque lo es él de veras.

Su prosa surge espontánea y limpia como el agua de una fuente. Después de leer una página de Azorín, uno quisiera encontrarse dentro del paisaje y conocer y platicar con los personajes que describe, que fue precisamente la lectura de sus libros lo que me trajo por primera vez a España en mi ¡ay!, ya lejana mocedad. Me vine con ellos bajo el brazo; con ellos recorrí sus pueblos, conversé con sus hombres, me senté a la mesa de labriegos y pastores que al caer de la tarde llegaban a la aldea a tomar un vaso de vino y comer un poco de queso y de jamón con el pan redondo y blanco que cortaban oprimiendolo sobre el pecho, mientras se oía a lo lejos el balar de las ovejas en el aprisco y el destemplado y anhelante rebuznar de un borrico.

Ahora, Azorín ha muerto. La llama de su vida se extinguió una mañana de marzo en este Madrid bullicioso, atareado, inquieto, que detuvo su trajín por unos instantes para despedirle. Adiós Azorín. Ahora en tu despedida, veo mas lejos que nunca, mi cuarto de estudiante, mis libros y el grillo que cantaba, en el silencio de la noche, trepado en mi hombro, mientras sobre mi mesa, en eterno desorden, había quedado abierto un libro tuyo.


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